«¡Bájate!», dijo con firmeza mi amiga a su hijo cuando se subió al banco de la iglesia y empezó a agitar las manos. «Quiero que el pastor me vea —respondió él inocentemente—. Si no me paro, no me va a ver». Si bien pararse en los bancos no es lo que más se alienta en las iglesias, el hijo de mi amiga representó bien la idea de cómo llamar la atención.
¡Obtuve 84 sobre 100 en la prueba!
En Facebook, me apareció un recuerdo de una foto de mi victoriosa hijita de cinco años cuando ganó un divertido juego de Escaleras y Toboganes. Había etiquetado a mis hermanos en la publicación porque solíamos jugarlo cuando éramos niños. Se basa en un juego que se ha jugado durante siglos, que enseña a contar y genera el entusiasmo de poder subir una escalera hasta llegar lo más rápido posible al 100. Pero ¡cuidado! Si aterrizas en el lugar 98, te deslizas por el tobogán, lo cual retrasa —o incluso impide— alcanzar la victoria.
Cuando el equipo de básquet de la Universidad Fairleigh Dickinson entró en la cancha para el torneo universitario, los aficionados comenzaron a alentarlos desde las tribunas. Supuestamente, no iban a pasar la primera ronda, pero lo hicieron. Y ahora oían su canto de guerra, aunque no tenían banda. Minutos antes, la banda del otro equipo lo había aprendido, y aunque simplemente podrían haber tocado las canciones que sabían, decidieron aprenderlo para ayudar a otra escuela y otro equipo.
Antes de que Zoom fuera una herramienta de comunicación accesible, una amiga me pidió que me conectara con ella por video para hablar sobre un proyecto. Por el tono de mis mensajes, se dio cuenta de que estaba desconcertada, así que sugirió que buscara a un joven que me ayudara a configurar una videollamada.
Mi amiga salió apurada de su estresante trabajo en el hospital, preguntándose qué prepararía para la cena antes de que regresara su esposo de un trabajo también exigente. Había hecho pollo el domingo, y el lunes comieron las sobras. Después, volvieron a comer pollo —esta vez, al horno— el martes. Encontró dos trozos de pescado en el congelador, pero sabía que no era lo que prefería su esposo. Como no encontró otra cosa, decidió que el pescado estaría bien.
Una tarde, noté hileras de tierra en un lote vacío cerca de mi casa. En cada una, asomaban pequeños brotes. A la mañana siguiente, me detuve cuando vi un área con hermosos tulipanes rojos.
Después de enterrar unas semillas en el jardín de mi casa, esperé para ver los resultados. Había leído que brotarían entre diez y catorce días, así que las revisaba con frecuencia al regarlas. Pronto, vi que unas hojas verdes se abrían paso por el suelo. Pero se me pinchó el globo de inmediato cuando mi esposo me dijo que eran malezas. Me instó a que las sacara enseguida, para que no ahogaran las plantas que intentaba cultivar.
En los albores del siglo xix, Mary McDowell vivía totalmente ajena a los brutales mataderos de Chicago. Aunque su casa estaba a solo unos 35 kilómetros, sabía poco de las terribles condiciones de trabajo que llevaron a los empleados a hacer huelga. Cuando se enteró de lo que enfrentaban junto con sus familias, se mudó a vivir entre ellos y abogar por mejores condiciones. Se ocupó de sus necesidades, incluso enseñando en una escuela en el fondo de una pequeña tienda.
Una vez, una colega y amiga me dijo que su vida de oración había mejorado por causa de nuestro gerente. Quedé impresionada, pensando que nuestro complicado líder le había dado algunas pautas espirituales que influyeron en su manera de orar. Pero me equivoqué… en cierto modo. Me explicó: «Cada vez que lo veo venir, empiezo a orar». Su tiempo de oración había mejorado porque oraba más antes de conversar con él. Sabía que necesitaba la ayuda de Dios cuando trataba con el gerente, y clamaba más a Él por eso.